Recuerdo el primer año que cerré en vacaciones.
Vivía para trabajar porque la verdad es que entonces el trabajo no
me daba para vivir, empecé la tienda con muchas ilusiones, mucha candidez, muy poquita edad, muy poquitos recursos y un prestamo bancario al 21% de interés (¡lo que me costó pagarlo!)luego poco a poco empezó a dar para comer y poco a poco
hasta para desayunar y para cenar e incluso para merendar.
Fué entonces al quinto año que decidí cerrar los diez días que
duraban aquí las fiestas, decidí cerrar e irme de vacaciones dejándome todas
las preocupaciones con el candado puesto.
Optamos por perdernos en alguna sierra, fueron unas vacaciones deportivas con el cuartel general en un pueblo de la sierra de Gredos: Hoyos del Espino.
El pueblo tenía entonces poco más de 400 habitantes, y encontramos una habitación abuardillada donde además admitieron a mi perra. Por aquel entonces yo era senderista, mochila a cuestas y hacer kilómetros por rutas de montaña era lo que más me gustaba y el plan era pasar parte de las vacaciones pateando aquella
sierra.
Realmente estaba tan cansada y tan “quemada” que no daba para más, no quería ver a nadie, cambiar la ciudad por el monte, el marrón del paisaje habitual por verde, mar por montaña, pero de verdad y sobre todo cambiar por unos días a mis pitirritantes por otra clase de bichos
hispánicos..
Amanecimos a las 7 de la mañana con cantos de gallos y olor a
campo y algo más (cerca había una cochiquera) pero no importaba. El pueblo era
maravillosamente silencioso y tan tranquilo que no encontrábamos nada para
desayunar y yo hasta que no me tomo el primer café de la mañana no soy persona,
estoy levantada pero no despierta, puedo vestirme, caminar y en casa con el
automático puesto y -si nada me interrumpe- , la autómata mañanera que amanece,
es capaz de calentar un vaso de leche en el microondas pero si no hay café en
la cafetera ya es un problema, porque a veces pongo la cafetera sin agua, otras
sin café y otras –las más- en el fuego que no corresponde.
Aquella primera mañana de vacaciones caminaba completamente zombi por la carretera
en busca de algún sitio donde poder
tomarme el café que me espabilara cuando de pronto oí a mis espaldas:
-Mercé que haces aquí?...
Fue como si me hubieran echado un jarro de agua helada Me volví y me desperté de inmediato.
¿Qué posibilidades había de coincidir con una de mis pitirritantes en el mismo lugar y a la misma hora en aquel lugar recóndito que había elegido para perderme?
¿Qué posibilidades había de coincidir con una de mis pitirritantes en el mismo lugar y a la misma hora en aquel lugar recóndito que había elegido para perderme?
Me sentó fatal y la pitirritante me lo tuvo que notar, de hecho no la he vuelto a ver ni por mi tienda ni por la ciudad que habito.
La cuestión era que entonces yo me tomaba muy enserio a todas mis clientes porque así me lo habían enseñado y llevaba grabado aquello de que el cliente siempre tiene la razón (algo que intento desmitificar en este blog) cómo lo de que es peligroso bañarse después de
comer.Ninguna de las dos cosas son del todo verdad ni mentira…. Todo depende de
la persona.
La leyenda del leñador.
“Había una
vez un leñador que se presentó a trabajar en una maderera.
El sueldo era
bueno y las condiciones de trabajo mejores aún, así que el leñador se propuso
hacer un buen papel.
El primer día
se presentó al capataz, que le dio un hacha y le asignó una zona del bosque.
El hombre,
entusiasmado, salió al bosque a talar. En un solo día cortó dieciocho árboles
-Te felicito, le dijo el capataz. Sigue así.
Animado por
las palabras del capataz, el leñador se decidió a mejorar su propio trabajo al
día siguiente.
Así que esa
noche se acostó bien temprano. A la mañana siguiente, se levantó antes que
nadie y se fue al bosque. A pesar de todo su empeño, no consiguió cortar más de
quince árboles.
-Debo estar cansado, pensó.
Y decidió
acostarse con la puesta de sol.
Al amanecer,
se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles.
Sin embargo,
ese día no llegó ni a la mitad. Al día siguiente fueron siete, luego cinco, y
el último día estuvo toda la tarde tratando de talar su segundo árbol.
Inquieto por
lo que diría el capataz, el leñador fue a contarle lo que le estaba pasando y a
jurarle y perjurarle que se estaba esforzando hasta los límites del
desfallecimiento. El capataz lo miró fijamente, después miro su hacha y le
preguntó:
-¿Cuándo afilaste tu hacha por última vez?.
-¿Afilar?, no
he tenido tiempo para afilar. He estado demasiado ocupado talando árboles.”