Robos, hurtos y devoluciones.Parte primera

 Robos
En mi vida me han robado a punta de navaja dos veces…de momento, ( tocaré madera), no se si es mucho,  poco o estoy en las estadísticas esas tan fiables que dicen que si a mí me han robado dos veces y a ti ninguna quiere decir que a ti y a mí nos han robado una vez a cada uno…

La primera vez tenía 17 años, un amigo estaba llamando por teléfono dentro de una cabina -claro, soy de la época antediluviana o antemoviliana, -que se diría ahora- yo le esperaba fuera, apoyada en la puerta y no les vi venir, o si les vi venir pero no les adiviné las intenciones, uno me sacó una navaja y el otro inmovilizó la puerta de la cabina.Total un susto de muerte para cien pesetas que se agenciaron, que era toda mi paga de la semana.
El brillo de aquella navaja apuntándome en el  estómago me tuvo sin salir dos meses, no me sentía segura en la calle, ni sola ni acompañada, y aunque no se me olvidó la sensación de miedo tan terrible, poco a poco lo vas superando y sigues con tu vida, tus salidas... eso si, desde entonces soy mucho más consciente de mi entorno y de las personas que se me acercan.

La segunda fue en 1992.
El año de las Olimpiadas y de la Exposición Universal de Sevilla, se rumoreaba que ambas ciudades se habían desembarazado de sus maleantes e incluso los habían “fletado” a otras provincias y cierto o no la ciudad que me ocupa –normalmente muy tranquila-  se llenó de pedigüeños, maleantes y gente de mal pelaje.


Así las cosas, cada día desfilaban por la tienda un repertorio de personajes  que parecían sacados de la  corte de los milagros  de las novelas de Valle Inclán.
Por el barrio donde se ubica la tienda empezamos a oír que estaban ocurriendo muchos hurtos y hasta robos a punta de navaja, a medida que geográficamente se iba acercando la oleada de robos decidí protegerme.
Tampoco entonces los pequeños comercios de ciudades pequeñas teníamos alarmas conectadas a ningún sitio, ni maldita falta que nos hacían, pero una tienda pequeña, en soportales, conmigo sola para defenderla…

Empecé a pensar ¿si yo fuera ladrón que haría? y así decidí que en la caja no debería haber ni mucho ni poco dinero, el suficiente para que no se enfadara el ladrón pero poco para que no le mereciera la pena volver, pensé que si viniera lo primero que intentaría hacer sería cerrar la puerta, mi puerta es de madera, tiene que permanecer abierta si quieres que entre la gente, así que me hice instalar por un ferretero del barrio una cadena fuerte en la pared que sujetara la puertapor detrás y no se pudiera cerrar  de un tirón y por supuesto pensé no darle ni una peseta de las de entonces a ninguno de los que deambulaban por la calle y entraban a pedir a la tienda.
De esos, con mejor o peor pinta había por entonces tres o cuatro cada día como mínimo, era impresionante;  entonces se empezó a oír aquello de “dame algo, que no quiero delinquir”…como amenaza velada y hasta de tantas veces como teníamos que decir “lo siento no puedo darte nada”, ya te salía solo.
Hoy con crisis y todo si acaso se deja caer, es uno tan de vez en cuando que no se contabiliza por que suelen ser “pobres conocidos” y sabemos que no son peligrosos.
Pues  bien, andaba yo con la mosca tras la oreja temiéndome un día lo peor, cuando recién abierta la tienda una tarde, me entró un pedigüeño de los que se estaban haciendo habituales, digo pedigüeño porque ni tenía pinta de indigente, ni de mendigo ni de nada parecido, era un chico joven vestido de lo más normal, limpio, que cada tarde entraba para que “le diera algo”.

Y una tarde me pilló compasiva y le dí, le dí una moneda y parecía que ya se iba pero se dio la vuelta y cuando oí el fuerte tirón en la cadena  de la puerta ( que funcionó menos mal y aguantó el tirón) supe que era él, que ya me había tocado. El muchacho  al no poder cerrar la puerta, me enseñó un cuchillo que cada vez que lo recuerdo lo veo más y más grande y me dijo que se lo diera todo, hasta las monedas.
Y mientras se las ponía en una bolsa le pregunté que porqué y me dijo:
 -“Por la droga,  por la puta droga”.
Y yo le decía –"que pena lo siento... lo siento"- no se porqué pero no me salía otra cosa.
Antes de irse me dijo que si llamaba a la policía vendría y me rajaría de arriba abajo porque todo le daba igual y que lo mismo que entraba al calabozo salía al momento por la puerta de atrás y entonces vendría, "vendría y me rajaría"-insistía-.
Y lo estoy escribiendo y aún me tiembla el cuerpo y se me aflojan las piernas.

No llamé a la policía, pero llamé a un policía amigo que era quien me vendía entonces los libros del Círculo de lectores al que estaba suscrita y me dijo que era cierto lo de la “puerta giratoria” en los juzgados, que lo mismo que los cogían en cuanto les tomaban declaración y las huellas los soltaban y que si no iba a estar con vigilancia las 24 horas, que lo dejara correr.
Y lo dejé correr.
Y trabajé asustada durante muchísimo tiempo y unas semanas después yendo en coche  ví a mi asaltante en un semáforo pidiendo a los coches  que tenían que pararse y sentí que la sangre me abandonaba el cuerpo y se  iba a los talones, y pisé el acelerador y me salté el semáforo en rojo para no parar.

Y ya no lo ví más, y nunca me ha vuelto a pasar nada parecido, si acaso algo digno de mencionar una fría madrugada del uno de enero  del año 2001 un robo de unas batas calentitas con rotura de lunas, pero ese robo lo entendí, hacía mucho frío y había mucha  gente durmiendo a la intemperie haciendo cola para que les dieran los papeles en una oficina de inmigración cercana, (por eso recuerdo el año) en mi escaparate mas grande, el que da a una calle menos transitada, un par de maniquíes se abrigaban con unas batas de tipo forro polar, las desnudaron y con un gancho que abandonaron después arramblaron con todo lo que había colgado detrás...

 Pero ese robo al recordarlo no me produce ni miedo, ni impotencia, ni desamparo, ni  siquiera rabia
Lo que si me lo produce el mero recordatorio de aquel otro episodio, por el que ruego al ángel de la guarda de los comerciantes que me preserve de volver a tener una experiencia parecida y doy gracias al ferretero (que cuando le visito siempre me pregunta si sigo "asegurando el cerrojo") por haber venido tan pronto a ponerme la cadena en aquella puerta que al menos evitó el que me sintiera encerrada y aún más intimidada -si cabe- por aquel joven y aquella navaja que si bien no me hirió, volvió a producir en mi memoria otra cicatriz de tremendo desamparo.